22 mar 2018

Lunes explosivo

Una hermosa y fría mañana antes de la primavera, daba vueltas yo por mi casa terminando de arreglar las cosas antes de irme al trabajo. El suelo está ya despejado para que Ambrosio lo limpie mientras estamos fuera, la lavadora funcionando y la secadora programada. Sólo queda ponerse los abrigos y salir. Cuando noto una perturbación en la Fuerza... Mi pequeña, la cosa más adorable, mordisqueable, achuchable, y más cosas que acaban en -able, del mundo, me mira sentadita sobre la cama, tratando de mantener el equilibrio que sus 6 mesecitos le permiten, con los ojos enrojecidos y la respiración contenida. Estaba mordiendo su sonajero preferido totalmente inmóvil, sonriente, malévola...

El estruendo llegó medio segundo antes que el suspiro, y escuché cómo sus ojos decían "tengo algo para ti, mamá". Inocente de mí, que llegué con un pañal y una toallita húmeda a recoger aquel desaguisado. Cantándole alguna de esas estúpidas canciones que nos da a los padres por inventarnos cuando interactuamos con bebés y les hacemos gestitos raros para que se rían, agarré la goma del pantalón y tiré. Y tiré... ¡vaya lo que tiré! Un depósito de esa grumosa y semilíquida sustancia que expulsa el pequeño culito de mi niña aguardaba en la pernera del pantalón, esperando su momento de gloria, en el que saborearía la libertad y camparía a sus anchas por mi cama, mi suelo y mis zapatillas. Mi sorpresa fue tal que en principio lo único que se me ocurrió fue soltar la prenda y dejarla caer (con el consecuente esparramo). Tiré el pantalón al lavabo, abrí ese pañal poniendo la mayor distancia posible entre él y mi cara, y me la jugué con mi triste toallita en la mano.

Ni que decir tiene que tuve que utilizar otras dos más para recoger (más o menos) lo que había organizado. Con la niña sin pañal ya me di cuenta de que seguían apareciendo manchas de caca. ¿De dónde? ¡Del body! Encontré la fuente de mi desgracia y se lo quité con cuidado. Básicamente para no restregarle todo lo que acababa de soltar por su pequeña y dulce cabecita. Envolví la zona cero con el resto de la tela y lo lancé, cual granada, al cesto de la ropa sucia, consiguiendo una canasta perfecta apoyada por el cuadrado del tablero, que era la pared de mi cuarto. Pared que recibió el impacto del body, así como la metralla que contenía, la cual se afincó entre los recovecos de un agresivo gotelé que me causa más quebraderos de cabeza que alegrías. Allá me lancé, toallita en mano, a tratar de quitar los restos que acababa de dejar sin querer, entre espasmos de locura y risas nerviosas.

Al final, quince traumáticos y caóticos minutos después, pude cargar mochilas, niñas y demás enseres y salir de casa para comenzar la semana tarde, pero con buen humor.