Capítulo 1: El compromiso de Jones
El aire de la noche de
Chicago estaba inundado constantemente por música de jazz, sudor y
podredumbre. No era la mejor ciudad para vivir, ni la más limpia,
pero cualquiera que supiera cómo echarle morro a la vida no tendría
problemas para conseguir lo que necesitara. Era un sitio dominado por
la corrupción, la mafia, la ilegalidad a simple vista, y los juegos
y negocios bajo la mesa entre las familias poderosas de la zona. Las
italianas eran las que normalmente movían todo el cotarro, pero el
honor europeo concedía un respiro a algunos apellidos que llevaban
en aquella tierra más tiempo de lo que siquiera habían conocido los
propios edificios. Era el caso de los Jones.
La familia Jones era una
de las más importantes de todo Chicago. Su monumental fortuna y sus
florecientes negocios son conocidos en todo el estado de Illinois al
igual que el hecho de que Lucy Jones era la única heredera de todo
el imperio. De cara a la prensa, la mayor parte de las ganancias
provenían del comercio con materias primas como madera, carbón o
metales. Sus negocios internacionales, en esta época de despiporre
mercantil, hacían que el buen nombre de la empresa fuera conocido
incluso en distintos lugares de Europa, sobre todo gracias a las
ingentes cantidades de madera que enviaban directamente desde Canadá,
o al gran servicio que la parte metalúrgica daba en territorio
nacional. Una de las más conocidas y codiciadas. Sin embargo, sus
verdaderos ingresos no tenían que ver con cosas tan legales. Era un
secreto a voces que los Jones poseían varios clubs de jazz
clandestinos muy exclusivos, para gente que quisiera un trato
especial y no le importara dejarse cada noche un buen dinero. Eran
locales muy discretos a los que asistían personajes importantes que
buscaban un desahogo sin tener que preocuparse de ojos curiosos ni
habladurías. Edward Jones se encargaba de ello, ya que disponía de
una amplia agenda de teléfonos a los que llamar en caso de necesitar
cerrar alguna boca, cobrar algún pago o simplemente marcar
territorio.
Lucy nunca estuvo
interesada en los negocios de su padre, en heredar la empresa o en
trabajar, por lo que se limitaba a vivir una vida tranquila hasta que
no le quedara más remedio. Desde hacía tiempo se hablaba de
concertarle un matrimonio que la haría no tener que preocuparse
nunca más de ese turbio mundo, y en cierto modo estaba deseando que
llegara. No salía de los círculos sociales en los que sus padres la
habían metido y no eran algo que la entusiasmara, por lo que no
tenía demasiado afán por la vida en sí, ni ganas de aprender a
apreciar la que se le ofrecía. Esos ostentosos bailes, esas medidas
conversaciones, esos guiones de amistad artificial con los que
convivía día a día era todo lo que conocía, y para lo que la
habían educado. "Tú tienes una línea, no te salgas del
camino". Su madre Layla era la típica mujer florero que todo
magnate deseaba a su lado, y su mayor deseo era que su hija se
convirtiera en lo mismo en lo que ella llevaba trabajando años. Así
que la chica, resignada, había aceptado su rol en la sociedad de
cero a la izquierda de su padre, hasta que pasara a ser cero a la
izquierda de su esposo. Eso sí, un cero precioso, rubio de ojos
color chocolate, con una esbelta figura y un busto realmente
envidiable, que se dedicaba a perder el tiempo entre sus libros, sus
cremas y sus abalorios para el cabello. Hasta el día que por fin su
padre le anunció que ya tenía marido.
Se organizó una gran
fiesta para celebrarlo, como todas las que organizaba la familia
Jones, quienes eran conocidos por saber dejar siempre huella en la
sociedad. Lucy sonreía a todos los invitados con su natural encanto
y sus bien aprendidos modales, esperando el momento de conocer por
fin en persona a su prometido. Miraba cada una de las caras de las
decenas de invitados que se encontraban en el salón en ese mismo
momento, imaginando quién podría ser el elegido en un juego extraño
y morboso que la tuvo entretenida bastante tiempo. Pudo distinguir
caras familiares también, como algunos de los empleados que
tabajaban para ellos. No dudó en acercarse a hablar con Trevor
Redfox, un chico alto, corpulento, de pelo negro y largo, siempre
burdamente atado en una coleta y con una musculatura que le hacía
imponente. Era el jefe de la fábrica en la que trabajaban los
metales que importaban, y se llevaba bastante bien con él. Además
de que sabía de buena mano que hace poco, cuando le presentó a su
mejor amiga Leena McGarden, no se había quedado impasible ante ella.
- Buenas noches -saludó
la joven.
- Buenas noches,
señorita. -Contestó con toda la galantería que pudo el muchacho.
Era bastante rudo, pero sabía comportarse cuando la ocasión lo
requería- ¿Se lo está pasando bien?
- Más aburrida no puedo
estar -bromeó, ganandose una risa del chico-. ¿Qué tal va la cosa
con Leena?
Esta pregunta logró que
se sonrojara ligeramente.
- Pues hemos quedado
varias veces. Parece que nos entendemos, es una chica interesante.
Pero algo me dice que usted ya sabe todo lo que le pueda contar.
Lucy rió abiertamente.
- La verdad es que esas
no fueron las palabras que usó mi amiga cuando le pregunté, y me
dio más detalles apasionados de vuestros encuentros -dijo guiñando
un ojo con complicidad-. Me alegro de verte, voy a seguir saludando a
la gente.
- Si necesita alguna
cosa, sólo llámeme.
- Gracias Trevor.
Continuó paseando por la
habitación debatiendo cuál de esos insulsos chicos podría ser el
apalabrado para ella, cuando le vio... Sus ojos verdes estaban
clavados en ella como si trataran de llamar su atención. Su cabello
castaño, despeinado con abrumadora elegancia, enmarcaba una cara de
rasgos bellos, con unos labios tremendamente tentadores. Estaba
apoyado contra una pared, cruzado de brazos pero con gesto tranquilo.
Cuando sus miradas se encontraron Lucy notó cómo una chispa se
encendía en algún lugar de su cuerpo que aún no reconocía, y
quiso acercarse para saber más sobre él. Pero sus piernas no
respondían. Se había quedado estática en el sitio sin poder
apartar la mirada, hasta que él por fin se movió y se acercó a
ella con paso decidido.
- Bonita fiesta, ¿verdad?
-preguntó en tono sugerente mientras la observaba de arriba a abajo
con descaro, algo que la hizo temblar en lo más íntimo.
- Sí... -atinó a
contestar en un murmullo-. Bonita... perdone, creo que no conozco su
nombre.
- Ni yo el suyo -sugirió
el chico enarcando una ceja de la forma más sexy que ella había
visto nunca. Tratando no dejarse llevar por el momento pensó
fríamente en lo que acababa de escuchar. Si no sabía quién era
ella, ¿quién demonios sería él y qué hacía en su fiesta de
compromiso?
- Creo que yo pregunté
primero -dijo decidida después de tragar el nudo de emociones que se
estaba formando en su garganta. Él la miró de nuevo a los ojos,
esos ojos castaños que le tenían embelesado desde hacía rato
cuando la había visto reír con aquel hombre de rasgos duros, y
contestó con un murmullo lascivo contra su oído.
- Me llamo Will O'Hara. Y
usted es...
Las piernas le temblaron.
Definitivamente, causaba un efecto en ella demasiado fuerte, pero no
lograba discernir la causa. Desde donde estaba situada miró la línea
de su cuello perdiéndose dentro de la camisa, que llevaba varios
botones abiertos, y practicamente suspiró cuando dijo su nombre.
- Lucy... Lucy Jones.
Algo se rompió en el
momento. El chico se puso notáblemente tenso y se apartó muy
despacio de ella, evitando volver a mirarla a la cara.
- Señorita Jones, un
honor conocerla. Creo... que es hora de que me marche.
Bonita fiesta, y
bonita... -hizo una pausa y sin querer sus ojos se volvieron a
cruzar. Sacudió casi imperceptiblemente la cabeza antes de
finalizar.- Buenas noches.
Y sin decir más, se dio
la vuelta y se perdió entre la gente.
No había pasado más de
una hora cuando Edward Jones, el padre de Lucy, se acercó a ella.
- Hija, te estaba
buscando.
- ¿De qué se trata?
-dijo mientras seguía ojeando el salón con la vista para volver a
encontrar al chico que la había dejado sin aliento y que parecía
haberse esfumado por completo.
- Tu futuro marido está
aquí, creo que deberías presentarte.
Un jarro de agua fría
cayó sobre la muchacha, que fijó la mirada en su padre un poco
nerviosa. ¡No lo recordaba! Era su fiesta de compromiso... Y aún no
sabía nada de su pareja. Por un momento se le pasó la loca idea por
la cabeza de que quizás, sólo quizás, cuando su padre le
presentara a aquel chico, la llevara directamente ante un joven de
pelo castaño, traje negro y camisa morada con unos sugerentes
primeros botones desabrochados, los cuales incitaban a curiosear
dentro de ella. Sacudió la cabeza y volvió a retomar la cordura. Le
tendió la mano a su padre para que la guiara, sumisa cual corderito
como bien la habían enseñado, y tras caminar un poco sorteando
gente, Edward se paró a la espalda de un chico rubio de cabellos
revueltos, cuyo traje negro marcaba una fuerte espalda y un porte
bastante sexy. Le tocó en el hombro para que se diera la vuelta, y
Lucy pudo comprobar que el chico realmente no tenía desperdicio. Con
los ojos escondidos tras unas gafas que le daban un aire más
atractivo si cabía y una sonrisa encandiladora, logró hacer que la
chica se quedara sin palabras un momento.
- Lucy, este es Lionel
Kerrington.
El chico tomó una de las
manos de la muchacha con sutileza y se la llevó a los labios para
besarla con caballerosidad.
- Encantado señorita
Jones, puedes llamarme Leo.
- Bueno, -consiguió
articular al fin- creo que dadas las circunstancias, puedes llamarme
Lucy.
Edward los miró con
orgullo y se retiró para que poco a poco se fueran conociendo. Había
supuesto que la elección agradaría a su hija, y se alegraba de ver
aquello porque los negocios con la familia Kerrington eran muy
importantes. Eran grandes exportadores de lana desde las islas
británicas y habían decidido afincarse hacía unos años en Chicago
para llevar desde aquí sus negocios ya que su mayor comprador ahora
mismo era Estados Unidos. Su influencia crecía por momentos, al
igual que su fortuna, aunque no tenía nada que ver con la de los
Jones aún. Al unir las dos familias de esa manera montarían un
imperio que nadie podría superar, y esperaba verlo a flote antes de
morir.
Los jóvenes estuvieron
hablando largo rato. Parecían llevarse bien. Después de todo, puede
que el matrimonio saliera mejor de lo que esperaban. Cuando la noche
ahondó más en la fiesta y los más mayores empezaron a retirarse,
Lucy, con cualquier excusa, decidió marcharse a descansar. Quedó
con su futuro marido para pasar el siguiente sábado juntos, y
empezar a hablar de la boda. Se despidió de todos y se alejó, pero
cuando pasó por la puerta, un ligero cosquilleo le recorrió la
nuca. Se giró hacia la lista de invitados, donde constaban los datos
de cada una de las personas que habían estado esa noche allí. De
parte de quién venían, qué relación tenían, y en algunos casos
una dirección de contacto. Le daba igual qué averiguar de él, pero
necesitaba saber algo más de ese tal Will O'Hara. Llevaba toda la
noche pensando en él aun a pesar de la grata compañía, y
buscándole inconscientemente. Repasó la lista de arriba a abajo,
primero buscando por orden alfabético y luego leyendo los nombres de
uno en uno. No estaba. El nombre que le había dado no aparecía en
la lista. Tal vez se había presentado con un nombre falso, pensó.
Eso le llevaba a pensar en que no era alguien con quien debiera
entrometerse. Suspiró profundamente, dejó la lista en su sitio y
empezó a caminar hacia su habitación.
El reloj de pared que
reposaba presidiendo aquel oscuro cuartucho marcaba casi las 10.
Cuando abrió la puerta, el olor a tabaco que había dejado el último
cliente de la noche anterior inundaba toda la sala, y Gerard se
maldecía por haberle dejado fumar en el despacho mientras abría una
ventana. No soportaba ese olor, le provocaba náuseas y dolor de
cabeza, pero era demasiado blando con sus clientes como para negarles
ese vicio que consideraban relajante, y menos cuando le acababa de
confirmar que, como él pensaba, su esposa trabajaba como prostituta
para costearse un problema con las drogas que llevaba arrastrando
desde bien joven. Justo cuando el reloj comenzaba a sonar marcando el
inicio de su jornada laboral, el teléfono sonó. Corrió a
descolgarlo en seguida, aún con el sombrero puesto y la gabardina en
la mano.
- ¿Sí?
- ¿Gerard O'Conell? -una
voz atemorizada al otro lado del auricular.
- Soy yo. ¿Quién quiere
saberlo?
- Verá, llamo de la
mansión Jones. Tenemos un encargo para usted.
Lanzó el sombrero sobre
la mesa mientras tomaba asiento, dejando la gabardina sobre el
respaldo de la silla y buscando pluma y papel.
- Dígame, le escucho.
- Por aquí no. Venga a
la mansión Jones hoy sobre las 12 por favor. Le explicarán los
detalles allí. Pregunte por Virgo, ella le atenderá.
Dudó un momento. No
acostumbraba a tomar encargos de gente que no se identificaba y menos
tras darle tan pocos detalles, pero la familia que le estaba
contratando era muy poderosa. Probablemente le pagarían bien, y eso
era algo a tener en cuenta en estos tiempos en los que uno de cada
cuatro encargos resultaban pagarle con empanadas, guisos o ropa que a
veces no era ni de su talla. No le convenía rechazar el trabajo.
Gruñó inconscientemente y contestó.
- De acuerdo, allí
estaré.
Sin decir más colgó. Se
pasó la pluma por los labios mientras miraba al techo y sostenía en
la otra mano un papel en el que solo había escrito un 12, aún
brillante por la tinta húmeda. No tenía nada que hacer hasta esa
hora, así que mientras se ventilaba el despacho bajó a la calle a
comprar el periódico y un café. Lo iba a necesitar.
Gerard era uno de los más
respetados y honrados detectives privados de todo Chicago. Era temido
en los locales en los que se movían asuntos oscuros, y no pasaba
desapercibido puesto que llevaba un llamativo tatuaje tribal en la
cara. Nunca contaba la historia de ese extraño dibujo, ni el por qué
se lo había hecho. Pero le daba personalidad. Era su marca. Esa y
los reflejos azulados de su pelo extremadamente negro, facilmente
reconocibles bajo el raído sombrero que siempre iba con él. Su
integridad era noble y sus clientes generalmente eran parte del
pueblo. Prefería ayudar a una persona en apuros a pesar de saber que
no iba a cobrar el trabajo antes que venderse a la vorágine que se
vivía en los bajos fondos de la ciudad y que podía reportarle
seguridad y mayores beneficios. Había pasado varios años trabajando
con un compañero, hasta que descubrió que recibía sobornos de
algunas de las grandes familias de la mafia para truncar sus propias
investigaciones a favor de los pequeños comerciantes extorsionados o
de las esposas cuyos maridos habían sido asesinados debido a algún
ajuste de cuentas. No dudó en dejarle las cosas claras y echarle de
allí, si bien no le hizo falta ni utilizar la puerta, puesto que el
chico salió por la ventana directamente. Tras eso se dio cuenta de
que la mayor parte de su cartera de clientes lo era gracias a que ese
desgraciado iba prometiendo el oro y el moro a quien no debía, y la
voz de que aquellos detectives ayudaban a limpiar reputaciones
manchadas de sangre se corrió como la pólvora. Ahora no recibía
demasiados encargos, pero el dinero le daba justo para mantener el
alquiler de la oficina, los gastos que pudiera generar, y vivir en un
cutre apartamento dos calles más abajo. Total, para lo único que lo
utilizaba era para ducharse y dormir, y a veces ni eso. Se
consideraba un chico serio, y aunque no le faltaban pretendientes a
estas alturas de su vida, cierto es que no solía llevarse a ninguna
a dormir a casa. Tampoco esperaba encontrar el amor trabajando 16
horas diarias...
Pero ahora, lo primero
era lo primero. Se pondría al día de las noticias y a medio día se
acercaría a casa de aquellos ricachones para ver de qué se trataba
ese misterioso trabajo...
Mi primera novela ^^
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¡Gracias por leer! Y no os olvidéis de compartir.
¡Nos leemos!