5 sept 2018

Mary Poppins, y la banda extraña

Reto 3: crear un fanfic de tu libro preferido, protagonizado por animales.

Tengo que decir que me ha costado más de lo que esperaba escribir este reto, entre el poco tiempo que tengo y lo que me han absorbido las niñas este verano no encontraba la inspiración. Al final ha sido una pequeña historia de desbloqueo.

Mary Poppins agitó su cola ofuscada.
- Jane, Michael, vamos a llegar tarde. ¿Queréis daros prisa?
- ¿Cómo se puede llegar tarde al parque? - Preguntó Michael atusándose las orejas mientras llegaba dando brinquitos.
Enseguida se arrepintió de su pregunta al ver el gesto torcido de la niñera.
- Cállate Michael, y termina de prepararte. - Le aconsejó su hermana llegando por detrás de él, quitando una pequeña pelusa que se había enredado en su cola.
Una vez que las dos pequeñas ardillas Banks estuvieron listas, Mary Poppins cogió sus guantes y marcharon los tres al parque. Hacía un día estupendo, y los niños no tardaron en dejar a la niñera con los bebés para poder ir a jugar. Ella, como buena gata, se sentó en un banco al sol para lamerse el pelaje mientras los gemelos jugaban en el césped, y mientras la hora crítica llegaba.
Faltaban un par de minutos para la hora, y Mary Poppins llamó a las ardillas para que se acercaran deprisa.
- ¿Qué es lo que pasa? - Preguntó Jane, que mordisqueaba una nuez.
- Lo sabréis cuando lo tengáis que saber. - Y mirando el reloj una vez más, concluyó. - Ya está a punto.
No les dio tiempo a preguntar más, cuando escucharon a lo lejos una animada música que se iba acercando. En seguida pudieron divisar por la puerta del parque, a un grupo de músicos vestidos con vivos colores, tocando extraños instrumentos mientras bailaban de camino a ellos.
- ¡Mira! - Exclamó Michael con la emoción vibrándole en los bigotes.
La banda estaba compuesta por un lagarto, dos zarigüellas, un cerdo y un pingüino, y dirigiendo todo el cotarro, con una batuta brillante, había un perro cuya mirada hacía adorarle desde el primer momento. Cuando terminaron con la canción que estaban tocando se dedicaron a dar volteretas durante un momento, y acto seguido volvieron a emprender el camino con una nueva pieza. Jane y Michael saltaban de contentos en el sitio viéndolos llegar.
- ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!
Aplaudieron emocionados mientras el visual desfile pasaba por delante de ellos, haciendo un alto para bailar con Mary Poppins ante la sorpresa de las ardillas. Bailaron, rieron, treparon y corretearon por los árboles, y después de tres canciones más, el director de la banda besó la pata de la niñera, le guiñó un ojo y les indicó que se marchaban. Lo músicos le siguieron, dejando a los niños estupefactos y a la gata con una sonrisa bobalicona.
- ¿También conoces a ese perro? - Preguntó Michael asombrado.
Ella se giró hacia las ardillas con su gesto seco de vuelta y le contestó:
- ¡Qué cosas tienes! Venga, vámonos a casa que ya es tarde.
- Pero ¿y si vuelven? - Preguntó triste Jane. - Yo quiero volver a verlos.
- Otro día. Ahora tenemos que ayudar a preparar la cena.

1 ago 2018

Noche en la mansión Spencer

Reto 2: la peor noche de tu vida, contada de final a principio.

Antes de empezar, tengo que comentar que soy una persona bastante optimista y mis vivencias negativas suelo verlas desde un punto de vista positivo siempre que puedo, por lo que no recuerdo ahora mismo ninguna noche nefasta que merezca la pe a aparecer como "mi peor noche". Seguro que he tenido algunas realmente malas, pero mi mente las ha borrado. Así que he decidido contar la peor noche de "mi vida". Es una historia real, que he vivido yo, pero... No en carne y hueso jeje. Espero que os guste igualmente.

Estaba agotada. La tranquilidad que se respiraba en el helicoptero era adictiva, después de aquella noche. A lo lejos dejamos atrás aquella mansión, ahora totalmente destruida y en llamas. El sistema de autodestrucción que había activado Wesker, nuestro querido y traidor capitán, se había encargado de reducirla a escombros, y casi con nosotros dentro. Menos mal que Brad apareció con este magnífico medio de transporte justo a tiempo, cuando ya se nos acababa la munición. Nos estábamos enfrentando a esa enorme criatura, el Tyrant, que Wesker había mandado para liquidarnos.
Capullo...
Cuando le había soltado en el laboratorio un rato antes, creía que me iba a dar un ataque. Jamás había visto algo así, y a pesar de todo lo que había visto esa noche, me impactó muchísimo. Logré reducirlo, pero a qué precio...e hubiese venido bien el arma que llevaba Barry hacía un momento, mientras me apuntaba a la cabeza en la puerta del laboratorio. No puedo culparle, Wesker le había amenazado con matar a su familia si no colaboraba con él, y quien lo pagamos fuimos Chris y yo.
Chris... Cómo le echaba de menos mientras limpiaba de monstruos los laboratorios subterráneos... Si al menos hubiese podido ayudarme, seguro que habría tardado menos en encontrar todos los emblemas y mierdas que me hicieron falta para acceder al jardín, y de ahí a los laboratorios. Fue una locura, esas zonas estaban infestadas de criaturas mutantes. Parece que los zombies "normales" se habían quedado en la casa, y que el resto de experimentos de Umbrella pululaban por la zona B de la mansion Spencer.
Casi me sentí aliviada al salir de ella. Pensaba que, después de haberme cruzado con tipos en descomposición acercándose hacia mí con la quijada descolgada y ganas de morderme para degustarme, un poco de aire fresco me vendría bien, ya que el aire precisamente era algo que en algunas de las habitaciones brillaba por su ausencia. Por ejemplo, en la sala de arte, llena de cuervos infectados con el virus, que no dudaban en atacarme si les molestaba lo más mínimo. El rompecabezas de los cuadros había sido realmente jodido. Aunque no tanto como conseguir los dos ojos de la estatua del tigre, o la que tuve que armar para sortear zombies cuando quería acercarme a esa habitación a colocarlos. Menos mal que ahí ya tenía a mano la escopeta. Fue bastante duro conseguirla, sobre todo porque casi me convierto en un sándwich de Jill.
Esa broma de Barry no tuvo ninguna gracia en ese momento, pero ahora agradezco el intento. A pesar de que actuó en nuestra contra durante bastante tiempo, comenzó la noche ayudándome mucho. Gracias a él estoy viva, y no sólo porque me sacó de aquella trampa en la que casi me aplasta el techo. Cuando entramos en la casa, fue él quien me acompañó a investigar. Y de no ser porque se cargó a tiros a aquella criatura que venía persiguiendome... No sé qué habría sido de mí. Estaba en shock, era el primer zombie que veía y no supe reaccionar. Le debo mucho a este grandullón.
La lástima fue que perdieramos a Chris al entrar en la mansión. Siempre he trabajado muy bien junto a él, y apuesto a que la noche habría sido más fácil a su lado. Mientras huíamos de los perros que deboraron a Joseph en el bosque, le escuchaba constantemente cerca, disparando a esos demonios. No sé en qué momento desapareció, pero cuando entramos por la puerta... Ya no estaba.
Aún puedo recordar el sonido de las mandíbulas de aquellos canes, rompiendo los huesos de mi compañero a escasos metros de mí. Había bajado del helicoptero el primero cuando habíamos llegado al bosque en busca del equipo Bravo, que hacía unas horas había tenido un accidente por allí. Fuimos con la esperanza de encontrar supervivientes, y aquí estamos ahora, agradeciendo serlo nosotros mismos.
El hombro de Chris es muy cómodo. Barry limpia su revolver frente a nosotros, y Rebeca parece dormir. Creo que debería hacer lo mismo, ha sido, sin duda, la peor noche de mi vida.

31 jul 2018

La rubia y los zapatos

Reto número 1: el argumento es tu chiste favorito.

La tarde no estaba yendo del todo mal. No había un exceso de gente, pero no nos estábamos aburriendo. Javi y yo dábamos a basto más que suficientemente para atender la zapatería.
"Mejor, así se me pasa antes el tiempo" pensé con alegría mientras veía entrar a mi siguiente cliente. Era una chica elegante, bien vestida, maquillada de una forma muy sutil pero realzando sus facciones, y con una larga cabellera de un precioso color oro. Venía subida a unos zapatos de tacón que parecía que estaban en sus últimos días. En cierto modo, era normal verla en una zapatería, puesto que viendo el resto del conjunto, cualquiera se daría cuenta de que faltaba algo. Me acerqué lo más amistosamente que supe y le dediqué mi mejor sonrisa, como buen vendedor que soy.
- Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?
La chica me miró y me devolvió la sonrisa amablemente.
- Hola, venía a por unos zapatos.
A ver, para mí era obvio. Ese detalle no hacía demasiada falta. Aún así no dejé de sonreír mientras seguía preguntando.
- ¿Qué pie?
- Dos, por favor. Uno para cada uno.
Me pilló tan de sorpresa que pensé que estaría de broma. La miré un momento, tratando de descifrar en su semblante cualquier detalle que me dijera que se estaba quedando conmigo. Pero no vi nada más que inocencia y esa sonrisa que cada vez se me antojaba más estúpida.
- Digo... - me atreví al final- su número. ¿Qué número tiene?
Ella ensanchó su sonrisa. Ahora lo había entendido, había sido sólo un despiste.
- ¡Sí claro! 637 25 82 18.
¡Y se quedó tan pancha! Seguía sonriendo como si acabase de aprobar un examen muy difícil. Hasta pude ver unas manos invisibles darle palmaditas en la espalda, del orgullo que estaba sintiendo. Me giré despacio, miré a Javi, que se reía detrás del mostrador, y lo más respetuosamente posible, le dije levantando la palma de la mano:
- Atiende tú a la rubia, anda...

52 retos

He encontrado un reto realmente interesante: 52 ideas para relatos.
La idea viene del blog Literup y ahí os dejo las bases por si queréis participar, leer o cotejar lo que voy escribiendo con el reto. Es una iniciativa genial con la que estoy súmamente emocionada, y espero que os guste lo que voy escribiendo. Para mí, estos retos siempre me han dado la vida.
Iré escribiendo poco a poco y publicaré el enlace a cada uno de los relatos en este post para que sea más fácil de encontrar.

21 jul 2018

Diario de Edelia

Día XX1

Hoy las puertas del castillo se han abierto para unos invitados muy especiales. Son los Señores de una ciudad costera al oeste de aquí, no recuerdo muy bien el nombre. Han venido varias familias, creo que tenían negocios que tratar con mi padre. Aunque, como siempre, hemos acabado de celebración. Si hay algo que diferencia a mi familia de los demás elfos es nuestro afán por ser los mejores anfitriones.
He pasado la tarde en mi invernadero, cuidando de mis plantas medicinales. La artemisa no está creciendo muy bien últimamente, y eso me preocupa, puesto que es la hierba de las mujeres. ¿Significa eso que tengo algún problema que haya captado la planta y yo aún no lo sepa? Está claro que un trozo de mi alma reside en cada una de mis preciadas macetas, y me preocupa que ese pedazo no esté del todo sano. Se avecina un cambio en mí, estoy segura.
Una vez más, se me volvió a ir la hora y llegué tarde a la cena. Por suerte nadie se dio cuenta, los invitados ya estaban bastante perjudicados gracias a las barricas de hidromiel que llevaban rondando desde media mañana. Pero padre, que siempre está al tanto de todo lo que pasa en su hogar, sí se enteró cuando me senté al final de la mesa. Cuando alcé la vista hacia él me topé con su mirada de reproche silencioso. Bueno, mañana tendré que escucharle la misma charla de siempre. No me queda otra opción.
Pero en ese momento decidí no pensar en ello y disfrutar de la opípara comida que tenía delante. Y en eso estaba, cuando una brillante y azulada mirada me llamó la atención. Era un chico, un joven humano, sentado justo en la otra punta de la mesa. Debía ser una persona importante, cercana a uno de los Señores que habían venido, por la posición de su asiento.
La intensidad con la que me miraba hizo que se me cerrara el estómago y que mi corazón empezara a latir con fuerza. No supe muy bien sus intenciones, ni siquiera el por qué de esa llamativa mirada o sus pensamientos, pero logró que mi cuerpo se retorciera en la silla. No debía tener más de... ¿Cuánto? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho años? Y aún así me estaba haciendo temblar, sin saber el motivo. Aparté la vista y durante el resto de la cena, que fue corta e incómoda para mí, traté de esquivarla todo lo que pude. Él siguió mirándome de esa misma forma hasta que me levanté de la mesa.
No sé su nombre, no sé quién es, ni qué intenciones tiene. Y de momento, esta noche, no me interesa averiguarlo. Quizás mañana, cuando padre se levante tras el pertinente descanso tras la fiesta que promete alargarse hasta la madrugada, y una vez que los invitados hayan partido, me acercaré a preguntarle por el extraño y ¿apuesto? chico de ojos azul brillante, que se sentaba en la mesa principal, cerca de los Señores humanos.

7 jul 2018

Dragón


Capítulo 1: El compromiso de Jones

El aire de la noche de Chicago estaba inundado constantemente por música de jazz, sudor y podredumbre. No era la mejor ciudad para vivir, ni la más limpia, pero cualquiera que supiera cómo echarle morro a la vida no tendría problemas para conseguir lo que necesitara. Era un sitio dominado por la corrupción, la mafia, la ilegalidad a simple vista, y los juegos y negocios bajo la mesa entre las familias poderosas de la zona. Las italianas eran las que normalmente movían todo el cotarro, pero el honor europeo concedía un respiro a algunos apellidos que llevaban en aquella tierra más tiempo de lo que siquiera habían conocido los propios edificios. Era el caso de los Jones.
La familia Jones era una de las más importantes de todo Chicago. Su monumental fortuna y sus florecientes negocios son conocidos en todo el estado de Illinois al igual que el hecho de que Lucy Jones era la única heredera de todo el imperio. De cara a la prensa, la mayor parte de las ganancias provenían del comercio con materias primas como madera, carbón o metales. Sus negocios internacionales, en esta época de despiporre mercantil, hacían que el buen nombre de la empresa fuera conocido incluso en distintos lugares de Europa, sobre todo gracias a las ingentes cantidades de madera que enviaban directamente desde Canadá, o al gran servicio que la parte metalúrgica daba en territorio nacional. Una de las más conocidas y codiciadas. Sin embargo, sus verdaderos ingresos no tenían que ver con cosas tan legales. Era un secreto a voces que los Jones poseían varios clubs de jazz clandestinos muy exclusivos, para gente que quisiera un trato especial y no le importara dejarse cada noche un buen dinero. Eran locales muy discretos a los que asistían personajes importantes que buscaban un desahogo sin tener que preocuparse de ojos curiosos ni habladurías. Edward Jones se encargaba de ello, ya que disponía de una amplia agenda de teléfonos a los que llamar en caso de necesitar cerrar alguna boca, cobrar algún pago o simplemente marcar territorio.

Lucy nunca estuvo interesada en los negocios de su padre, en heredar la empresa o en trabajar, por lo que se limitaba a vivir una vida tranquila hasta que no le quedara más remedio. Desde hacía tiempo se hablaba de concertarle un matrimonio que la haría no tener que preocuparse nunca más de ese turbio mundo, y en cierto modo estaba deseando que llegara. No salía de los círculos sociales en los que sus padres la habían metido y no eran algo que la entusiasmara, por lo que no tenía demasiado afán por la vida en sí, ni ganas de aprender a apreciar la que se le ofrecía. Esos ostentosos bailes, esas medidas conversaciones, esos guiones de amistad artificial con los que convivía día a día era todo lo que conocía, y para lo que la habían educado. "Tú tienes una línea, no te salgas del camino". Su madre Layla era la típica mujer florero que todo magnate deseaba a su lado, y su mayor deseo era que su hija se convirtiera en lo mismo en lo que ella llevaba trabajando años. Así que la chica, resignada, había aceptado su rol en la sociedad de cero a la izquierda de su padre, hasta que pasara a ser cero a la izquierda de su esposo. Eso sí, un cero precioso, rubio de ojos color chocolate, con una esbelta figura y un busto realmente envidiable, que se dedicaba a perder el tiempo entre sus libros, sus cremas y sus abalorios para el cabello. Hasta el día que por fin su padre le anunció que ya tenía marido.

Se organizó una gran fiesta para celebrarlo, como todas las que organizaba la familia Jones, quienes eran conocidos por saber dejar siempre huella en la sociedad. Lucy sonreía a todos los invitados con su natural encanto y sus bien aprendidos modales, esperando el momento de conocer por fin en persona a su prometido. Miraba cada una de las caras de las decenas de invitados que se encontraban en el salón en ese mismo momento, imaginando quién podría ser el elegido en un juego extraño y morboso que la tuvo entretenida bastante tiempo. Pudo distinguir caras familiares también, como algunos de los empleados que tabajaban para ellos. No dudó en acercarse a hablar con Trevor Redfox, un chico alto, corpulento, de pelo negro y largo, siempre burdamente atado en una coleta y con una musculatura que le hacía imponente. Era el jefe de la fábrica en la que trabajaban los metales que importaban, y se llevaba bastante bien con él. Además de que sabía de buena mano que hace poco, cuando le presentó a su mejor amiga Leena McGarden, no se había quedado impasible ante ella.
- Buenas noches -saludó la joven.
- Buenas noches, señorita. -Contestó con toda la galantería que pudo el muchacho. Era bastante rudo, pero sabía comportarse cuando la ocasión lo requería- ¿Se lo está pasando bien?
- Más aburrida no puedo estar -bromeó, ganandose una risa del chico-. ¿Qué tal va la cosa con Leena?
Esta pregunta logró que se sonrojara ligeramente.
- Pues hemos quedado varias veces. Parece que nos entendemos, es una chica interesante. Pero algo me dice que usted ya sabe todo lo que le pueda contar.
Lucy rió abiertamente.
- La verdad es que esas no fueron las palabras que usó mi amiga cuando le pregunté, y me dio más detalles apasionados de vuestros encuentros -dijo guiñando un ojo con complicidad-. Me alegro de verte, voy a seguir saludando a la gente.
- Si necesita alguna cosa, sólo llámeme.
- Gracias Trevor.

Continuó paseando por la habitación debatiendo cuál de esos insulsos chicos podría ser el apalabrado para ella, cuando le vio... Sus ojos verdes estaban clavados en ella como si trataran de llamar su atención. Su cabello castaño, despeinado con abrumadora elegancia, enmarcaba una cara de rasgos bellos, con unos labios tremendamente tentadores. Estaba apoyado contra una pared, cruzado de brazos pero con gesto tranquilo. Cuando sus miradas se encontraron Lucy notó cómo una chispa se encendía en algún lugar de su cuerpo que aún no reconocía, y quiso acercarse para saber más sobre él. Pero sus piernas no respondían. Se había quedado estática en el sitio sin poder apartar la mirada, hasta que él por fin se movió y se acercó a ella con paso decidido.
- Bonita fiesta, ¿verdad? -preguntó en tono sugerente mientras la observaba de arriba a abajo con descaro, algo que la hizo temblar en lo más íntimo.
- Sí... -atinó a contestar en un murmullo-. Bonita... perdone, creo que no conozco su nombre.
- Ni yo el suyo -sugirió el chico enarcando una ceja de la forma más sexy que ella había visto nunca. Tratando no dejarse llevar por el momento pensó fríamente en lo que acababa de escuchar. Si no sabía quién era ella, ¿quién demonios sería él y qué hacía en su fiesta de compromiso?
- Creo que yo pregunté primero -dijo decidida después de tragar el nudo de emociones que se estaba formando en su garganta. Él la miró de nuevo a los ojos, esos ojos castaños que le tenían embelesado desde hacía rato cuando la había visto reír con aquel hombre de rasgos duros, y contestó con un murmullo lascivo contra su oído.
- Me llamo Will O'Hara. Y usted es...
Las piernas le temblaron. Definitivamente, causaba un efecto en ella demasiado fuerte, pero no lograba discernir la causa. Desde donde estaba situada miró la línea de su cuello perdiéndose dentro de la camisa, que llevaba varios botones abiertos, y practicamente suspiró cuando dijo su nombre.
- Lucy... Lucy Jones.
Algo se rompió en el momento. El chico se puso notáblemente tenso y se apartó muy despacio de ella, evitando volver a mirarla a la cara.
- Señorita Jones, un honor conocerla. Creo... que es hora de que me marche.
Bonita fiesta, y bonita... -hizo una pausa y sin querer sus ojos se volvieron a cruzar. Sacudió casi imperceptiblemente la cabeza antes de finalizar.- Buenas noches.
Y sin decir más, se dio la vuelta y se perdió entre la gente.

No había pasado más de una hora cuando Edward Jones, el padre de Lucy, se acercó a ella.
- Hija, te estaba buscando.
- ¿De qué se trata? -dijo mientras seguía ojeando el salón con la vista para volver a encontrar al chico que la había dejado sin aliento y que parecía haberse esfumado por completo.
- Tu futuro marido está aquí, creo que deberías presentarte.
Un jarro de agua fría cayó sobre la muchacha, que fijó la mirada en su padre un poco nerviosa. ¡No lo recordaba! Era su fiesta de compromiso... Y aún no sabía nada de su pareja. Por un momento se le pasó la loca idea por la cabeza de que quizás, sólo quizás, cuando su padre le presentara a aquel chico, la llevara directamente ante un joven de pelo castaño, traje negro y camisa morada con unos sugerentes primeros botones desabrochados, los cuales incitaban a curiosear dentro de ella. Sacudió la cabeza y volvió a retomar la cordura. Le tendió la mano a su padre para que la guiara, sumisa cual corderito como bien la habían enseñado, y tras caminar un poco sorteando gente, Edward se paró a la espalda de un chico rubio de cabellos revueltos, cuyo traje negro marcaba una fuerte espalda y un porte bastante sexy. Le tocó en el hombro para que se diera la vuelta, y Lucy pudo comprobar que el chico realmente no tenía desperdicio. Con los ojos escondidos tras unas gafas que le daban un aire más atractivo si cabía y una sonrisa encandiladora, logró hacer que la chica se quedara sin palabras un momento.
- Lucy, este es Lionel Kerrington.
El chico tomó una de las manos de la muchacha con sutileza y se la llevó a los labios para besarla con caballerosidad.
- Encantado señorita Jones, puedes llamarme Leo.
- Bueno, -consiguió articular al fin- creo que dadas las circunstancias, puedes llamarme Lucy.
Edward los miró con orgullo y se retiró para que poco a poco se fueran conociendo. Había supuesto que la elección agradaría a su hija, y se alegraba de ver aquello porque los negocios con la familia Kerrington eran muy importantes. Eran grandes exportadores de lana desde las islas británicas y habían decidido afincarse hacía unos años en Chicago para llevar desde aquí sus negocios ya que su mayor comprador ahora mismo era Estados Unidos. Su influencia crecía por momentos, al igual que su fortuna, aunque no tenía nada que ver con la de los Jones aún. Al unir las dos familias de esa manera montarían un imperio que nadie podría superar, y esperaba verlo a flote antes de morir.

Los jóvenes estuvieron hablando largo rato. Parecían llevarse bien. Después de todo, puede que el matrimonio saliera mejor de lo que esperaban. Cuando la noche ahondó más en la fiesta y los más mayores empezaron a retirarse, Lucy, con cualquier excusa, decidió marcharse a descansar. Quedó con su futuro marido para pasar el siguiente sábado juntos, y empezar a hablar de la boda. Se despidió de todos y se alejó, pero cuando pasó por la puerta, un ligero cosquilleo le recorrió la nuca. Se giró hacia la lista de invitados, donde constaban los datos de cada una de las personas que habían estado esa noche allí. De parte de quién venían, qué relación tenían, y en algunos casos una dirección de contacto. Le daba igual qué averiguar de él, pero necesitaba saber algo más de ese tal Will O'Hara. Llevaba toda la noche pensando en él aun a pesar de la grata compañía, y buscándole inconscientemente. Repasó la lista de arriba a abajo, primero buscando por orden alfabético y luego leyendo los nombres de uno en uno. No estaba. El nombre que le había dado no aparecía en la lista. Tal vez se había presentado con un nombre falso, pensó. Eso le llevaba a pensar en que no era alguien con quien debiera entrometerse. Suspiró profundamente, dejó la lista en su sitio y empezó a caminar hacia su habitación.


El reloj de pared que reposaba presidiendo aquel oscuro cuartucho marcaba casi las 10. Cuando abrió la puerta, el olor a tabaco que había dejado el último cliente de la noche anterior inundaba toda la sala, y Gerard se maldecía por haberle dejado fumar en el despacho mientras abría una ventana. No soportaba ese olor, le provocaba náuseas y dolor de cabeza, pero era demasiado blando con sus clientes como para negarles ese vicio que consideraban relajante, y menos cuando le acababa de confirmar que, como él pensaba, su esposa trabajaba como prostituta para costearse un problema con las drogas que llevaba arrastrando desde bien joven. Justo cuando el reloj comenzaba a sonar marcando el inicio de su jornada laboral, el teléfono sonó. Corrió a descolgarlo en seguida, aún con el sombrero puesto y la gabardina en la mano.
- ¿Sí?
- ¿Gerard O'Conell? -una voz atemorizada al otro lado del auricular.
- Soy yo. ¿Quién quiere saberlo?
- Verá, llamo de la mansión Jones. Tenemos un encargo para usted.
Lanzó el sombrero sobre la mesa mientras tomaba asiento, dejando la gabardina sobre el respaldo de la silla y buscando pluma y papel.
- Dígame, le escucho.
- Por aquí no. Venga a la mansión Jones hoy sobre las 12 por favor. Le explicarán los detalles allí. Pregunte por Virgo, ella le atenderá.
Dudó un momento. No acostumbraba a tomar encargos de gente que no se identificaba y menos tras darle tan pocos detalles, pero la familia que le estaba contratando era muy poderosa. Probablemente le pagarían bien, y eso era algo a tener en cuenta en estos tiempos en los que uno de cada cuatro encargos resultaban pagarle con empanadas, guisos o ropa que a veces no era ni de su talla. No le convenía rechazar el trabajo. Gruñó inconscientemente y contestó.
- De acuerdo, allí estaré.
Sin decir más colgó. Se pasó la pluma por los labios mientras miraba al techo y sostenía en la otra mano un papel en el que solo había escrito un 12, aún brillante por la tinta húmeda. No tenía nada que hacer hasta esa hora, así que mientras se ventilaba el despacho bajó a la calle a comprar el periódico y un café. Lo iba a necesitar.

Gerard era uno de los más respetados y honrados detectives privados de todo Chicago. Era temido en los locales en los que se movían asuntos oscuros, y no pasaba desapercibido puesto que llevaba un llamativo tatuaje tribal en la cara. Nunca contaba la historia de ese extraño dibujo, ni el por qué se lo había hecho. Pero le daba personalidad. Era su marca. Esa y los reflejos azulados de su pelo extremadamente negro, facilmente reconocibles bajo el raído sombrero que siempre iba con él. Su integridad era noble y sus clientes generalmente eran parte del pueblo. Prefería ayudar a una persona en apuros a pesar de saber que no iba a cobrar el trabajo antes que venderse a la vorágine que se vivía en los bajos fondos de la ciudad y que podía reportarle seguridad y mayores beneficios. Había pasado varios años trabajando con un compañero, hasta que descubrió que recibía sobornos de algunas de las grandes familias de la mafia para truncar sus propias investigaciones a favor de los pequeños comerciantes extorsionados o de las esposas cuyos maridos habían sido asesinados debido a algún ajuste de cuentas. No dudó en dejarle las cosas claras y echarle de allí, si bien no le hizo falta ni utilizar la puerta, puesto que el chico salió por la ventana directamente. Tras eso se dio cuenta de que la mayor parte de su cartera de clientes lo era gracias a que ese desgraciado iba prometiendo el oro y el moro a quien no debía, y la voz de que aquellos detectives ayudaban a limpiar reputaciones manchadas de sangre se corrió como la pólvora. Ahora no recibía demasiados encargos, pero el dinero le daba justo para mantener el alquiler de la oficina, los gastos que pudiera generar, y vivir en un cutre apartamento dos calles más abajo. Total, para lo único que lo utilizaba era para ducharse y dormir, y a veces ni eso. Se consideraba un chico serio, y aunque no le faltaban pretendientes a estas alturas de su vida, cierto es que no solía llevarse a ninguna a dormir a casa. Tampoco esperaba encontrar el amor trabajando 16 horas diarias...
Pero ahora, lo primero era lo primero. Se pondría al día de las noticias y a medio día se acercaría a casa de aquellos ricachones para ver de qué se trataba ese misterioso trabajo...


Mi primera novela ^^
¿Os ha gustado? Aquí tenéis el libro completo:
Dragón, por Hanako Dosukoi

Y para los que prefiráis Amazon, aquí esta el enlace:
Dragón, por Hanako Dosukoi (Amazon)
Ahora también podéis conseguirlo en papel :)

¡Gracias por leer! Y no os olvidéis de compartir.
¡Nos leemos!

1 abr 2018

El tatuaje de Cordelia

- Abuela, ¿qué significa el tatuaje que tienes en el cuello?
Jaime preguntaba con la inocente curiosidad de un niño de ocho años a su abuela Abigail, quien levaba rato meciéndose al lado de la chimenea. Se tocó inconsciente el trazo negro que asomaba por la camisa.
- ¿De verdad quieres saberlo?
- Sí -contestó el muchacho tras dudar un poco. Su primo Pedro y su hermana Sofía se acercaron al escuchar la inquietante pregunta de la mujer.
Los miró a todos, uno por uno, con sus chispeantes ojitos llenos de expectación, y empezó a relatar con su voz de contar historias.
- Me lo hicieron cuando me encarcelaron en la Nueva York de 4736 por no ser ciudadana registrada.
Un quejido unísono hizo que Abi se echara a reír.
- ¿Otra vez, abuela?
- ¿Cómo que otra vez? Tú has preguntado. ¿Queréis saber lo que pasó o no?
Los niños asintieron. Prometía ser otra de las historias fantásticas de su abuela, y se sentaron a su alrededor para disfrutarla.
- Fue un día que estaba aburrida. Había estado leyendo un libro sobre la historia y evolución de esa ciudad, y quise saber cómo llegaría a ser. Así que me monté en mi máquina del tiempo y adelanté unos cuantos años el reloj.
- Abuela, ¿cómo se llamaba tu máquina?
- Yo la llamaba Zanahoria, porque era naranja. -contestó con una sonrisa melancólica- Otro día os explicaré su nombre real.
- ¿Y qué pasó con ella? -Volvió a preguntar Sofía.
- ¿Queréis que os cuente la historia del tatuaje o no? -Todos asintieron de nuevo.- Bien, pues como os contaba, monté en Zanahoria y me presenté en ese año. La ciudad era realmente abrumadora. Una cúpula de cristal la aislaba del resto del mundo y a la vez la protegía de intrusos. Intrusos como yo... Mientras admiraba los árboles holográficos de Central Park, una patrulla de la policía se acercó a mí con curiosidad. Me pidieron que me identificara.
- ¿Les enseñaste tu DNI español de 2016? -rió Pedro.
- No, me pedían el chip de identificación que debía llevar en el hombro. Como no lo tenía me encarcelaron. -La pequeña abrió mucho la boca, sorprendida.- Fueron muy discretos. Me pidieron amablemente que subiera al coche patrulla y me hasta me pusieron música durante el trayecto.
La verdad era que se abalanzaron sobre Abi como perros rabiosos, la redujeron sin miramientos e incluso le llegaron a hacer un corte en el pómulo cuando la tiraron al suelo. Por aquel entonces ella tenía 26 años, se defendía bien y se movía cual rabo de lagartija para intentar zafarse de los agentes de la ley. Sonrió interiormente mientras suavizaba la historia.
- ¿Y cómo saliste de allí? -le preguntó Jaime.
- Pues no fue fácil. La seguridad en esa época es mucho mayor que la de hoy en día. Además, al ingresar me hicieron este tatuaje para tenerme controlada. Es un código de preso tatuado con una tinta especial. Guarda toda la información que tienen sobre mí. Código genético, nombre, procedencia... ni que decir tiene que poco tenían, ya que en realidad yo no existía. Pero si alguien leyera el código con una de las máquinas que tenían, se activaría, brillaría y les diría que me llamo Cordelia Instad, vivo en Londres y nací en el año 4710.
Los peques rieron. Su abuela siempre se hacía llamar así en sus historias. Ninguno creía que aquello que les contaba cuando la veían fuera cierto, pero igualmente les gustaba escucharla. Jaime, no dispuesto a que acabara allí la aventura de la genial Cordelia, Quiso saber cómo había llegado a escapar de aquella prisión y volver hasta su tiempo, para conocer a su abuelo, casarse, tener a sus dos hijas y llegar hasta la fecha actual.
- Fue difícil. En esta ocasión no tuve ayuda de nadie, ya que no había nadie por allí. Dos días pasé hasta que alguien apareció por la puerta de mi celda. Decía que habían encontrado coincidencia con el código genético en un resquicio de un antiguo país al otro lado del océano. Me dio lástima escuchar eso, pues entendí que mi descendencia no saldría de la península en la que ahora vivimos. Conmigo se acabaría la historia de Zanahoria. -Estaba realmente triste al decir eso. En dos segundos se repuso y continuó. Los chicos querían saber qué pasó.- El caso es que me llevaron a la sala del consejo para interrogarme. De camino, por los pasillos, pude asomarme a alguna ventana y deducir mi posición. No estaba muy lejos de donde había aterrizado con mi nave, llegar sería fácil. El caso era librarme de los guardias, que parecía imposible. Entonces, pasó algo que me dejó igual de estupefacta que a ellos. -Los niños la miraban expectantes- Una gran explosión a unos metros delante nuestro, seguida de una nube de humo extraño que nos rodeó en un pispás. Cuando reaccioné vi que tenía los grilletes abiertos, y no tardé en salir corriendo de aquel sitio.
- ¿Y qué hizo aquella explosión? -preguntó Pedro aún con la boca abierta.
- No lo sé, cariño. Sólo sé que me ayudó a escapar. Lo único que pude ver fue unos ojos brillantes mirarme desde el centro de la explosión, y juraría que los conocía.
Su mirada se enturbió. La apartó del grupo de chiquillos y volvió a internarse en sus pensamientos. Aun hoy seguía soñando con aquellos deslumbrantes ojos que había visto entre el humo, mirarla con intensidad. Unos ojos en los que, no tenía muy claro el qué, pero algo reconocía.
Los niños se fueron retirando de uno en uno, dejando a su abuela de nuevo en ese estado de aislamiento en el que vivía casi permanentemente. No estaba muy bien de la cabeza e inventaba historias para evadirse. Pero al terminarlas siempre volvía al mismo estado. No fue hasta que todos salieron de la habitación, que un ligero brillo iluminó el tatuaje del que habían estado hablando.

22 mar 2018

Lunes explosivo

Una hermosa y fría mañana antes de la primavera, daba vueltas yo por mi casa terminando de arreglar las cosas antes de irme al trabajo. El suelo está ya despejado para que Ambrosio lo limpie mientras estamos fuera, la lavadora funcionando y la secadora programada. Sólo queda ponerse los abrigos y salir. Cuando noto una perturbación en la Fuerza... Mi pequeña, la cosa más adorable, mordisqueable, achuchable, y más cosas que acaban en -able, del mundo, me mira sentadita sobre la cama, tratando de mantener el equilibrio que sus 6 mesecitos le permiten, con los ojos enrojecidos y la respiración contenida. Estaba mordiendo su sonajero preferido totalmente inmóvil, sonriente, malévola...

El estruendo llegó medio segundo antes que el suspiro, y escuché cómo sus ojos decían "tengo algo para ti, mamá". Inocente de mí, que llegué con un pañal y una toallita húmeda a recoger aquel desaguisado. Cantándole alguna de esas estúpidas canciones que nos da a los padres por inventarnos cuando interactuamos con bebés y les hacemos gestitos raros para que se rían, agarré la goma del pantalón y tiré. Y tiré... ¡vaya lo que tiré! Un depósito de esa grumosa y semilíquida sustancia que expulsa el pequeño culito de mi niña aguardaba en la pernera del pantalón, esperando su momento de gloria, en el que saborearía la libertad y camparía a sus anchas por mi cama, mi suelo y mis zapatillas. Mi sorpresa fue tal que en principio lo único que se me ocurrió fue soltar la prenda y dejarla caer (con el consecuente esparramo). Tiré el pantalón al lavabo, abrí ese pañal poniendo la mayor distancia posible entre él y mi cara, y me la jugué con mi triste toallita en la mano.

Ni que decir tiene que tuve que utilizar otras dos más para recoger (más o menos) lo que había organizado. Con la niña sin pañal ya me di cuenta de que seguían apareciendo manchas de caca. ¿De dónde? ¡Del body! Encontré la fuente de mi desgracia y se lo quité con cuidado. Básicamente para no restregarle todo lo que acababa de soltar por su pequeña y dulce cabecita. Envolví la zona cero con el resto de la tela y lo lancé, cual granada, al cesto de la ropa sucia, consiguiendo una canasta perfecta apoyada por el cuadrado del tablero, que era la pared de mi cuarto. Pared que recibió el impacto del body, así como la metralla que contenía, la cual se afincó entre los recovecos de un agresivo gotelé que me causa más quebraderos de cabeza que alegrías. Allá me lancé, toallita en mano, a tratar de quitar los restos que acababa de dejar sin querer, entre espasmos de locura y risas nerviosas.

Al final, quince traumáticos y caóticos minutos después, pude cargar mochilas, niñas y demás enseres y salir de casa para comenzar la semana tarde, pero con buen humor.