15 jun 2012

No te salgas del camino

Aquella tarde de verano, corría el año... el año... corría el siglo XVIII. El agobiante calor estaba muy latente en toda la isla de Mallorca, pero aún así, mi amiga francesa y yo decidimos obviar la playa y hacer turismo por este maravilloso siglo en el que primaba más la humedad que la alta temperatura: La Granja de Esporles.
De estilo arquitectónico desconocido para mí y con detalles decorativos que no están dentro de mis conocimientos sobre esta materia, debo decir que me encantó soberanamente todo lo que vi dentro de aquel caserón antiguo conservado casi intacto desde hace cientos de años. Los muebles, la ropa, los juguetes... todo era auténtico, ¡y la mayoría de las cosas daban hasta miedo! A medida que la tarde iba avanzando, la francesa y yo nos hinchábamos a hacer fotos de aquel lugar tan llamativo, siempre llevando cada una su propio ritmo y perdiéndonos de vista la una a la otra constantemente. Pero no había problema puesto que la ruta estaba muy bien marcada de forma sencilla: con flechas y números. Las flechas para la dirección y los números para el orden. Fácil, ¿no? Bueno, pues aún así al salir de la casa por una de las puertas hacia los jardines, cada una tiró hacia un lado y tardamos como unos veinte minutos en encontrarnos.
Entre risas nos contamos lo que habíamos visto, y a ambas nos llamó más la atención la ruta que había seguido mi amiga, que llevaba a un paseo entre la flora autóctona con posible encuentro con animales sueltos. Una ruta sencilla de poco más de un kilómetro en el que lo único que teníamos que hacer era seguir el camino. Un mirador en lo más alto nos convenció de que aquello que íbamos pisando era la senda que debíamos seguir, y que en realidad no nos habíamos confundido como pensamos cuando vimos una perfectamente definida detrás de una valla que rodeaba el recinto por el que andábamos. Trepamos por algunos escalones infernales, nos resbalamos con la hojarasca seca entremezclada con la tierra suelta del suelo, y pateamos por donde nosotras suponíamos que debía ser. Hasta que nos encontramos con unos compañeros de viaje un tanto... peculiares.
¡Animales sueltos! Claro, se referían a éstos.... ¿Seguro? ¿Seguro que vamos bien por aquí? ¿Seguro que podemos estar aquí dentro? ¿Seguro que lo que veníamos pisando era un camino? De repente la senda se terminó en una verja que atravesaba nuestro "camino" unos metros más abajo de los simpáticos burritos que venían de uno en uno a saludarnos. Así que con la duda subida en nuestras espaldas y los pies llenos de ramitas incómodas, caminamos arriba y abajo por todas las zonas del sendero que creímos que nos podrían llevar al buen camino, o al menos a alguien que pudiera indicarnos cómo salir de aquel sitio. Caminamos cerca del vallado buscando una apertura, una puerta, un cartel, una salida o algo. Conseguimos ver bajo nosotras los pequeños cercados de animales que se exponían por todo lo largo y ancho de los jardines de La Granja, sin saber cómo llegar hasta el otro lado de ellos. Nos aventuramos por lugares por los que no deberíamos haber ido, pero por los que pasaba algo parecido a la senda que veníamos siguiendo. Y cuando al fin vimos algo nítido por lo que caminar, nos dimos cuenta de que estábamos volviendo sobre nuestros pasos. From lost to the river! (de perdidos al río) Volvimos por donde nuestra aventura había comenzado, que al menos sabíamos que una puerta había, ya que nosotras entramos por ella tiempo atrás. 
Una vez fuera buscamos como locas dónde se encontraba la salida de aquel laberinto del fauno. Para nuestra sorpresa, aquella valla que vimos atravesada en el camino detrás de los animalejos simpáticos, era una puerta cerrada mediante un sistema de pesos y poleas rústicos que te cagas, que daba fin al recorrido campestre de quien tuviera la idea de empujar levemente.
Tras el disgusto de habernos perdido en una ruta tan sencilla, nos desquitamos haciendo fotos artísticas y/o divertidas en los preciosos jardines que coronaban la visita, y aún mirándolas y pensando en las siguientes, un operario del lugar nos llamó la atención diciendo que ya habían cerrado las puertas del complejo hacía un rato. La francesa y yo nos miramos, y tras preguntar si tenían algún inconveniente en dejarnos salir, corrimos hacia mi coche, que nos esperaba solitario en el parking, para terminar nuestra aventura, como siempre, entre risas.

1 jun 2012

La aventura del violín

Todo comenzó el fatídico día en que mi profesora de música en la E.G.B. nos enseñó los distintos instrumentos y nos puso piezas de cada uno de ellos. Viento, cuerda, percusión... todos sonaban a gloria, y todos eran magníficas opciones para estudiarlos y tocarlos. Pero hubo uno que sobresalió de entre los demás: el violín. Parecía tan frágil, tan completo, tan perfecto... y tan difícil que nunca tuve la confianza necesaria como para decidirme a intentarlo. El instrumento del diablo lo llaman, pues se dice que para poder tocarlo como es debido has de hacer un pacto con el diablo.
Mi vida fue pasando y el sonido del violín siempre fue un tabú para mí, puesto que me recordaba mi falta de confianza y de medios para atreverme a entrar en el mundo de la pequeña cuerda frotada. Por el camino me hice amiga íntima del piano, admití la percusión como forma de vida y conocí el dulce sabor del clarinete. El clarinete... un sonido que llena mis oídos y me transmite una sensación de paz inigualable. En esto que en una subida de noseque sustancia química producida por mi cuerpo en determinada situación, me dio por decir: voy a comprarme un instrumento y a aprender a tocarlo desde cero y como es debido, pero ¿cuál?
Dos encabezaban las listas, el clarinete y el violín. Ambos complejos, deliciosos, y caros... muy caros. Indagué un poco en la meca del conocimiento, internet, y descubrí que podía costearme un violín y sus clases, así que me ilusioné con éste instrumento, y decidí empezar a cumplir ese pequeño sueño. (No tiene nada que ver con mi actual fanatismo por Sherlock Holmes tras ver la serie de la BBC...) Hice un par de llamadas y conocí a una profesora de mi edad que me podría ayudar a encontrar un instrumento en condiciones, barato, y encima le hacía ilusión darme clase. Así que concerté una cita con ella una vez hubiese cobrado para hablar sobre todo el tema, y si me venía bien, llevarme ya a un pequeño de segunda mano a casa.
Los días se sucedían alternando el trabajo con las horas en que luchaba por descansar, acumulando tensión y cansancio en mi ya de por sí cansado cuerpecito, hasta el punto que tras doce días sin descanso, y pudiendo comprobar el éxito (y el fracaso en algún caso) de esa batalla contra el tiempo, llegó un viernes que parecía que llevaba tiempo jugando al escondite conmigo. Al medio día llegué a mi humilde y desbaratada habitación, me puse cómoda y me tumbé en la cama, sin apenas recordar nada más hasta las cuatro de la tarde, hora en que la llamada telefónica de mi futura profesora de violín me hizo volver al mundo. Habíamos quedado en un sitio que no conocía, a donde no sabía llegar, y en el que no sabía cómo lo tendría para aparcar. Así que decidida a encontrar la solución más fácil me dije a mi misma de ir con la moto, esa pequeña avispa que tanta vida me ha dado desde que la tengo hace ahora dos años.
Debí pensar en que no era el día en el momento en que arranqué la moto y me di cuenta de que le costaba mantenerse encendida. "Es la gasolina" dije yo. "Ahora le doy un poco de comer y listo." Me acerqué a una gasolinera, dejando a mi compañero de en la banda de aquí de Palma esperándome para conducirme hacia el punto de reunión con mi profesora, y cuando empezaba a hacer mi entrada en el recinto en que llenaría el depósito de mi transporte, éste se apagó sin darme tiempo ni a quitarle la marcha que llevaba puesta. ¿Por qué? Tenía suficiente combustible para llegar, algo debí hacer mal con el embrague... Lleno el depósito, voy a arrancar y... ¡Sorpresa! Ahora se niega a funcionar. No conseguía quitarle la marcha que se había quedado metida. Por más de pisaba el pedal de cambio no conseguía meterle el punto muerto, y si no está en punto muerto, no arranca. Tardé aún unos minutos en conseguir que la moto me tomara en serio y se dejara arrancar, y todo esto con prisas pues ya llegaba tarde a mi cita con la profesora y tenía a mi compañero esperándome.
Empecé a seguir su coche entre las calles desconocidas de mi nueva ciudad, pasando por rotondas y por cruces en los que los demás coches se metían y se cruzaban con rapidez y sin pensarlo dos veces. Casi me caigo un par de veces al esquivar algún que otro bache descompensado para que las finas ruedas de mi avispa no se desestabilizaran. Y en esto, que entro en una rotonda un poco más retrasada de mi compañero por ese mismo motivo, pero intentando alcanzarle y a la vez evitar que me atropellara un bus urbano que parecía venir huyendo de un apocalipsis zombie, cuando al levantar la vista del retrovisor en el que estaba controlando a los demás coches de la rotonda, incluido el bus, me encuentro con que mi compañero ha tenido que dar un frenazo para no llevarse por delante a una señora que cruzaba un paso de peatones a la salida de esa misma rotonda, con tan mala suerte que mis frenos no eran tan buenos como los de su coche. Fue un segundo solamente, pero la verdad es que lo recuerdo como una eternidad. Mis ruedas patinando, el coche de delante totalmente parado, el de atrás  cada vez más pegado a mi, el golpe seco de mi rueda con el parachoques de mi compañero, el crack del plástico de alante de mi moto, la rueda de atrás alzada en el aire, mis brazos firmes en el manillar y mis piernas preparadas para saltar en el momento en que la moto volviera a tocar el suelo. Con suerte no me pasó nada, ni a mi ni a mi moto. Pero mi compañero me dijo que a la vuelta perdió el parachoques por el camino...
Como si no hubiese pasado nada, y con un trozo de mi moto en el bolso, llegué más de una hora tarde a mi cita con la profesora, y con pánico a volver a comerme algún coche por el camino. No tuve más sustos ni percances, gracias a Yevon, y acabé volviendo a mi humilde morada con un precioso violín en la espalda, atado a mi cuerpo con pulpos por lo que pudiera pasar. Ahora sólo me falta ponerle nombre, cosa que no creo que me conlleve ningún problema pues me pasaré el próximo mes mirándolo día si y día también, ya que no creo que pueda pagar clases de momento. Debido a éste gasto extra éste mes tendré que quitarme de los típicos vicios triviales como comer y beber agua embotellada, pero lo haré con gusto mientras me alimento de la ilusión de mi nuevo violín, y lo que me costó conseguirlo T-T