31 jul 2018

La rubia y los zapatos

Reto número 1: el argumento es tu chiste favorito.

La tarde no estaba yendo del todo mal. No había un exceso de gente, pero no nos estábamos aburriendo. Javi y yo dábamos a basto más que suficientemente para atender la zapatería.
"Mejor, así se me pasa antes el tiempo" pensé con alegría mientras veía entrar a mi siguiente cliente. Era una chica elegante, bien vestida, maquillada de una forma muy sutil pero realzando sus facciones, y con una larga cabellera de un precioso color oro. Venía subida a unos zapatos de tacón que parecía que estaban en sus últimos días. En cierto modo, era normal verla en una zapatería, puesto que viendo el resto del conjunto, cualquiera se daría cuenta de que faltaba algo. Me acerqué lo más amistosamente que supe y le dediqué mi mejor sonrisa, como buen vendedor que soy.
- Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?
La chica me miró y me devolvió la sonrisa amablemente.
- Hola, venía a por unos zapatos.
A ver, para mí era obvio. Ese detalle no hacía demasiada falta. Aún así no dejé de sonreír mientras seguía preguntando.
- ¿Qué pie?
- Dos, por favor. Uno para cada uno.
Me pilló tan de sorpresa que pensé que estaría de broma. La miré un momento, tratando de descifrar en su semblante cualquier detalle que me dijera que se estaba quedando conmigo. Pero no vi nada más que inocencia y esa sonrisa que cada vez se me antojaba más estúpida.
- Digo... - me atreví al final- su número. ¿Qué número tiene?
Ella ensanchó su sonrisa. Ahora lo había entendido, había sido sólo un despiste.
- ¡Sí claro! 637 25 82 18.
¡Y se quedó tan pancha! Seguía sonriendo como si acabase de aprobar un examen muy difícil. Hasta pude ver unas manos invisibles darle palmaditas en la espalda, del orgullo que estaba sintiendo. Me giré despacio, miré a Javi, que se reía detrás del mostrador, y lo más respetuosamente posible, le dije levantando la palma de la mano:
- Atiende tú a la rubia, anda...

52 retos

He encontrado un reto realmente interesante: 52 ideas para relatos.
La idea viene del blog Literup y ahí os dejo las bases por si queréis participar, leer o cotejar lo que voy escribiendo con el reto. Es una iniciativa genial con la que estoy súmamente emocionada, y espero que os guste lo que voy escribiendo. Para mí, estos retos siempre me han dado la vida.
Iré escribiendo poco a poco y publicaré el enlace a cada uno de los relatos en este post para que sea más fácil de encontrar.

21 jul 2018

Diario de Edelia

Día XX1

Hoy las puertas del castillo se han abierto para unos invitados muy especiales. Son los Señores de una ciudad costera al oeste de aquí, no recuerdo muy bien el nombre. Han venido varias familias, creo que tenían negocios que tratar con mi padre. Aunque, como siempre, hemos acabado de celebración. Si hay algo que diferencia a mi familia de los demás elfos es nuestro afán por ser los mejores anfitriones.
He pasado la tarde en mi invernadero, cuidando de mis plantas medicinales. La artemisa no está creciendo muy bien últimamente, y eso me preocupa, puesto que es la hierba de las mujeres. ¿Significa eso que tengo algún problema que haya captado la planta y yo aún no lo sepa? Está claro que un trozo de mi alma reside en cada una de mis preciadas macetas, y me preocupa que ese pedazo no esté del todo sano. Se avecina un cambio en mí, estoy segura.
Una vez más, se me volvió a ir la hora y llegué tarde a la cena. Por suerte nadie se dio cuenta, los invitados ya estaban bastante perjudicados gracias a las barricas de hidromiel que llevaban rondando desde media mañana. Pero padre, que siempre está al tanto de todo lo que pasa en su hogar, sí se enteró cuando me senté al final de la mesa. Cuando alcé la vista hacia él me topé con su mirada de reproche silencioso. Bueno, mañana tendré que escucharle la misma charla de siempre. No me queda otra opción.
Pero en ese momento decidí no pensar en ello y disfrutar de la opípara comida que tenía delante. Y en eso estaba, cuando una brillante y azulada mirada me llamó la atención. Era un chico, un joven humano, sentado justo en la otra punta de la mesa. Debía ser una persona importante, cercana a uno de los Señores que habían venido, por la posición de su asiento.
La intensidad con la que me miraba hizo que se me cerrara el estómago y que mi corazón empezara a latir con fuerza. No supe muy bien sus intenciones, ni siquiera el por qué de esa llamativa mirada o sus pensamientos, pero logró que mi cuerpo se retorciera en la silla. No debía tener más de... ¿Cuánto? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho años? Y aún así me estaba haciendo temblar, sin saber el motivo. Aparté la vista y durante el resto de la cena, que fue corta e incómoda para mí, traté de esquivarla todo lo que pude. Él siguió mirándome de esa misma forma hasta que me levanté de la mesa.
No sé su nombre, no sé quién es, ni qué intenciones tiene. Y de momento, esta noche, no me interesa averiguarlo. Quizás mañana, cuando padre se levante tras el pertinente descanso tras la fiesta que promete alargarse hasta la madrugada, y una vez que los invitados hayan partido, me acercaré a preguntarle por el extraño y ¿apuesto? chico de ojos azul brillante, que se sentaba en la mesa principal, cerca de los Señores humanos.

7 jul 2018

Dragón


Capítulo 1: El compromiso de Jones

El aire de la noche de Chicago estaba inundado constantemente por música de jazz, sudor y podredumbre. No era la mejor ciudad para vivir, ni la más limpia, pero cualquiera que supiera cómo echarle morro a la vida no tendría problemas para conseguir lo que necesitara. Era un sitio dominado por la corrupción, la mafia, la ilegalidad a simple vista, y los juegos y negocios bajo la mesa entre las familias poderosas de la zona. Las italianas eran las que normalmente movían todo el cotarro, pero el honor europeo concedía un respiro a algunos apellidos que llevaban en aquella tierra más tiempo de lo que siquiera habían conocido los propios edificios. Era el caso de los Jones.
La familia Jones era una de las más importantes de todo Chicago. Su monumental fortuna y sus florecientes negocios son conocidos en todo el estado de Illinois al igual que el hecho de que Lucy Jones era la única heredera de todo el imperio. De cara a la prensa, la mayor parte de las ganancias provenían del comercio con materias primas como madera, carbón o metales. Sus negocios internacionales, en esta época de despiporre mercantil, hacían que el buen nombre de la empresa fuera conocido incluso en distintos lugares de Europa, sobre todo gracias a las ingentes cantidades de madera que enviaban directamente desde Canadá, o al gran servicio que la parte metalúrgica daba en territorio nacional. Una de las más conocidas y codiciadas. Sin embargo, sus verdaderos ingresos no tenían que ver con cosas tan legales. Era un secreto a voces que los Jones poseían varios clubs de jazz clandestinos muy exclusivos, para gente que quisiera un trato especial y no le importara dejarse cada noche un buen dinero. Eran locales muy discretos a los que asistían personajes importantes que buscaban un desahogo sin tener que preocuparse de ojos curiosos ni habladurías. Edward Jones se encargaba de ello, ya que disponía de una amplia agenda de teléfonos a los que llamar en caso de necesitar cerrar alguna boca, cobrar algún pago o simplemente marcar territorio.

Lucy nunca estuvo interesada en los negocios de su padre, en heredar la empresa o en trabajar, por lo que se limitaba a vivir una vida tranquila hasta que no le quedara más remedio. Desde hacía tiempo se hablaba de concertarle un matrimonio que la haría no tener que preocuparse nunca más de ese turbio mundo, y en cierto modo estaba deseando que llegara. No salía de los círculos sociales en los que sus padres la habían metido y no eran algo que la entusiasmara, por lo que no tenía demasiado afán por la vida en sí, ni ganas de aprender a apreciar la que se le ofrecía. Esos ostentosos bailes, esas medidas conversaciones, esos guiones de amistad artificial con los que convivía día a día era todo lo que conocía, y para lo que la habían educado. "Tú tienes una línea, no te salgas del camino". Su madre Layla era la típica mujer florero que todo magnate deseaba a su lado, y su mayor deseo era que su hija se convirtiera en lo mismo en lo que ella llevaba trabajando años. Así que la chica, resignada, había aceptado su rol en la sociedad de cero a la izquierda de su padre, hasta que pasara a ser cero a la izquierda de su esposo. Eso sí, un cero precioso, rubio de ojos color chocolate, con una esbelta figura y un busto realmente envidiable, que se dedicaba a perder el tiempo entre sus libros, sus cremas y sus abalorios para el cabello. Hasta el día que por fin su padre le anunció que ya tenía marido.

Se organizó una gran fiesta para celebrarlo, como todas las que organizaba la familia Jones, quienes eran conocidos por saber dejar siempre huella en la sociedad. Lucy sonreía a todos los invitados con su natural encanto y sus bien aprendidos modales, esperando el momento de conocer por fin en persona a su prometido. Miraba cada una de las caras de las decenas de invitados que se encontraban en el salón en ese mismo momento, imaginando quién podría ser el elegido en un juego extraño y morboso que la tuvo entretenida bastante tiempo. Pudo distinguir caras familiares también, como algunos de los empleados que tabajaban para ellos. No dudó en acercarse a hablar con Trevor Redfox, un chico alto, corpulento, de pelo negro y largo, siempre burdamente atado en una coleta y con una musculatura que le hacía imponente. Era el jefe de la fábrica en la que trabajaban los metales que importaban, y se llevaba bastante bien con él. Además de que sabía de buena mano que hace poco, cuando le presentó a su mejor amiga Leena McGarden, no se había quedado impasible ante ella.
- Buenas noches -saludó la joven.
- Buenas noches, señorita. -Contestó con toda la galantería que pudo el muchacho. Era bastante rudo, pero sabía comportarse cuando la ocasión lo requería- ¿Se lo está pasando bien?
- Más aburrida no puedo estar -bromeó, ganandose una risa del chico-. ¿Qué tal va la cosa con Leena?
Esta pregunta logró que se sonrojara ligeramente.
- Pues hemos quedado varias veces. Parece que nos entendemos, es una chica interesante. Pero algo me dice que usted ya sabe todo lo que le pueda contar.
Lucy rió abiertamente.
- La verdad es que esas no fueron las palabras que usó mi amiga cuando le pregunté, y me dio más detalles apasionados de vuestros encuentros -dijo guiñando un ojo con complicidad-. Me alegro de verte, voy a seguir saludando a la gente.
- Si necesita alguna cosa, sólo llámeme.
- Gracias Trevor.

Continuó paseando por la habitación debatiendo cuál de esos insulsos chicos podría ser el apalabrado para ella, cuando le vio... Sus ojos verdes estaban clavados en ella como si trataran de llamar su atención. Su cabello castaño, despeinado con abrumadora elegancia, enmarcaba una cara de rasgos bellos, con unos labios tremendamente tentadores. Estaba apoyado contra una pared, cruzado de brazos pero con gesto tranquilo. Cuando sus miradas se encontraron Lucy notó cómo una chispa se encendía en algún lugar de su cuerpo que aún no reconocía, y quiso acercarse para saber más sobre él. Pero sus piernas no respondían. Se había quedado estática en el sitio sin poder apartar la mirada, hasta que él por fin se movió y se acercó a ella con paso decidido.
- Bonita fiesta, ¿verdad? -preguntó en tono sugerente mientras la observaba de arriba a abajo con descaro, algo que la hizo temblar en lo más íntimo.
- Sí... -atinó a contestar en un murmullo-. Bonita... perdone, creo que no conozco su nombre.
- Ni yo el suyo -sugirió el chico enarcando una ceja de la forma más sexy que ella había visto nunca. Tratando no dejarse llevar por el momento pensó fríamente en lo que acababa de escuchar. Si no sabía quién era ella, ¿quién demonios sería él y qué hacía en su fiesta de compromiso?
- Creo que yo pregunté primero -dijo decidida después de tragar el nudo de emociones que se estaba formando en su garganta. Él la miró de nuevo a los ojos, esos ojos castaños que le tenían embelesado desde hacía rato cuando la había visto reír con aquel hombre de rasgos duros, y contestó con un murmullo lascivo contra su oído.
- Me llamo Will O'Hara. Y usted es...
Las piernas le temblaron. Definitivamente, causaba un efecto en ella demasiado fuerte, pero no lograba discernir la causa. Desde donde estaba situada miró la línea de su cuello perdiéndose dentro de la camisa, que llevaba varios botones abiertos, y practicamente suspiró cuando dijo su nombre.
- Lucy... Lucy Jones.
Algo se rompió en el momento. El chico se puso notáblemente tenso y se apartó muy despacio de ella, evitando volver a mirarla a la cara.
- Señorita Jones, un honor conocerla. Creo... que es hora de que me marche.
Bonita fiesta, y bonita... -hizo una pausa y sin querer sus ojos se volvieron a cruzar. Sacudió casi imperceptiblemente la cabeza antes de finalizar.- Buenas noches.
Y sin decir más, se dio la vuelta y se perdió entre la gente.

No había pasado más de una hora cuando Edward Jones, el padre de Lucy, se acercó a ella.
- Hija, te estaba buscando.
- ¿De qué se trata? -dijo mientras seguía ojeando el salón con la vista para volver a encontrar al chico que la había dejado sin aliento y que parecía haberse esfumado por completo.
- Tu futuro marido está aquí, creo que deberías presentarte.
Un jarro de agua fría cayó sobre la muchacha, que fijó la mirada en su padre un poco nerviosa. ¡No lo recordaba! Era su fiesta de compromiso... Y aún no sabía nada de su pareja. Por un momento se le pasó la loca idea por la cabeza de que quizás, sólo quizás, cuando su padre le presentara a aquel chico, la llevara directamente ante un joven de pelo castaño, traje negro y camisa morada con unos sugerentes primeros botones desabrochados, los cuales incitaban a curiosear dentro de ella. Sacudió la cabeza y volvió a retomar la cordura. Le tendió la mano a su padre para que la guiara, sumisa cual corderito como bien la habían enseñado, y tras caminar un poco sorteando gente, Edward se paró a la espalda de un chico rubio de cabellos revueltos, cuyo traje negro marcaba una fuerte espalda y un porte bastante sexy. Le tocó en el hombro para que se diera la vuelta, y Lucy pudo comprobar que el chico realmente no tenía desperdicio. Con los ojos escondidos tras unas gafas que le daban un aire más atractivo si cabía y una sonrisa encandiladora, logró hacer que la chica se quedara sin palabras un momento.
- Lucy, este es Lionel Kerrington.
El chico tomó una de las manos de la muchacha con sutileza y se la llevó a los labios para besarla con caballerosidad.
- Encantado señorita Jones, puedes llamarme Leo.
- Bueno, -consiguió articular al fin- creo que dadas las circunstancias, puedes llamarme Lucy.
Edward los miró con orgullo y se retiró para que poco a poco se fueran conociendo. Había supuesto que la elección agradaría a su hija, y se alegraba de ver aquello porque los negocios con la familia Kerrington eran muy importantes. Eran grandes exportadores de lana desde las islas británicas y habían decidido afincarse hacía unos años en Chicago para llevar desde aquí sus negocios ya que su mayor comprador ahora mismo era Estados Unidos. Su influencia crecía por momentos, al igual que su fortuna, aunque no tenía nada que ver con la de los Jones aún. Al unir las dos familias de esa manera montarían un imperio que nadie podría superar, y esperaba verlo a flote antes de morir.

Los jóvenes estuvieron hablando largo rato. Parecían llevarse bien. Después de todo, puede que el matrimonio saliera mejor de lo que esperaban. Cuando la noche ahondó más en la fiesta y los más mayores empezaron a retirarse, Lucy, con cualquier excusa, decidió marcharse a descansar. Quedó con su futuro marido para pasar el siguiente sábado juntos, y empezar a hablar de la boda. Se despidió de todos y se alejó, pero cuando pasó por la puerta, un ligero cosquilleo le recorrió la nuca. Se giró hacia la lista de invitados, donde constaban los datos de cada una de las personas que habían estado esa noche allí. De parte de quién venían, qué relación tenían, y en algunos casos una dirección de contacto. Le daba igual qué averiguar de él, pero necesitaba saber algo más de ese tal Will O'Hara. Llevaba toda la noche pensando en él aun a pesar de la grata compañía, y buscándole inconscientemente. Repasó la lista de arriba a abajo, primero buscando por orden alfabético y luego leyendo los nombres de uno en uno. No estaba. El nombre que le había dado no aparecía en la lista. Tal vez se había presentado con un nombre falso, pensó. Eso le llevaba a pensar en que no era alguien con quien debiera entrometerse. Suspiró profundamente, dejó la lista en su sitio y empezó a caminar hacia su habitación.


El reloj de pared que reposaba presidiendo aquel oscuro cuartucho marcaba casi las 10. Cuando abrió la puerta, el olor a tabaco que había dejado el último cliente de la noche anterior inundaba toda la sala, y Gerard se maldecía por haberle dejado fumar en el despacho mientras abría una ventana. No soportaba ese olor, le provocaba náuseas y dolor de cabeza, pero era demasiado blando con sus clientes como para negarles ese vicio que consideraban relajante, y menos cuando le acababa de confirmar que, como él pensaba, su esposa trabajaba como prostituta para costearse un problema con las drogas que llevaba arrastrando desde bien joven. Justo cuando el reloj comenzaba a sonar marcando el inicio de su jornada laboral, el teléfono sonó. Corrió a descolgarlo en seguida, aún con el sombrero puesto y la gabardina en la mano.
- ¿Sí?
- ¿Gerard O'Conell? -una voz atemorizada al otro lado del auricular.
- Soy yo. ¿Quién quiere saberlo?
- Verá, llamo de la mansión Jones. Tenemos un encargo para usted.
Lanzó el sombrero sobre la mesa mientras tomaba asiento, dejando la gabardina sobre el respaldo de la silla y buscando pluma y papel.
- Dígame, le escucho.
- Por aquí no. Venga a la mansión Jones hoy sobre las 12 por favor. Le explicarán los detalles allí. Pregunte por Virgo, ella le atenderá.
Dudó un momento. No acostumbraba a tomar encargos de gente que no se identificaba y menos tras darle tan pocos detalles, pero la familia que le estaba contratando era muy poderosa. Probablemente le pagarían bien, y eso era algo a tener en cuenta en estos tiempos en los que uno de cada cuatro encargos resultaban pagarle con empanadas, guisos o ropa que a veces no era ni de su talla. No le convenía rechazar el trabajo. Gruñó inconscientemente y contestó.
- De acuerdo, allí estaré.
Sin decir más colgó. Se pasó la pluma por los labios mientras miraba al techo y sostenía en la otra mano un papel en el que solo había escrito un 12, aún brillante por la tinta húmeda. No tenía nada que hacer hasta esa hora, así que mientras se ventilaba el despacho bajó a la calle a comprar el periódico y un café. Lo iba a necesitar.

Gerard era uno de los más respetados y honrados detectives privados de todo Chicago. Era temido en los locales en los que se movían asuntos oscuros, y no pasaba desapercibido puesto que llevaba un llamativo tatuaje tribal en la cara. Nunca contaba la historia de ese extraño dibujo, ni el por qué se lo había hecho. Pero le daba personalidad. Era su marca. Esa y los reflejos azulados de su pelo extremadamente negro, facilmente reconocibles bajo el raído sombrero que siempre iba con él. Su integridad era noble y sus clientes generalmente eran parte del pueblo. Prefería ayudar a una persona en apuros a pesar de saber que no iba a cobrar el trabajo antes que venderse a la vorágine que se vivía en los bajos fondos de la ciudad y que podía reportarle seguridad y mayores beneficios. Había pasado varios años trabajando con un compañero, hasta que descubrió que recibía sobornos de algunas de las grandes familias de la mafia para truncar sus propias investigaciones a favor de los pequeños comerciantes extorsionados o de las esposas cuyos maridos habían sido asesinados debido a algún ajuste de cuentas. No dudó en dejarle las cosas claras y echarle de allí, si bien no le hizo falta ni utilizar la puerta, puesto que el chico salió por la ventana directamente. Tras eso se dio cuenta de que la mayor parte de su cartera de clientes lo era gracias a que ese desgraciado iba prometiendo el oro y el moro a quien no debía, y la voz de que aquellos detectives ayudaban a limpiar reputaciones manchadas de sangre se corrió como la pólvora. Ahora no recibía demasiados encargos, pero el dinero le daba justo para mantener el alquiler de la oficina, los gastos que pudiera generar, y vivir en un cutre apartamento dos calles más abajo. Total, para lo único que lo utilizaba era para ducharse y dormir, y a veces ni eso. Se consideraba un chico serio, y aunque no le faltaban pretendientes a estas alturas de su vida, cierto es que no solía llevarse a ninguna a dormir a casa. Tampoco esperaba encontrar el amor trabajando 16 horas diarias...
Pero ahora, lo primero era lo primero. Se pondría al día de las noticias y a medio día se acercaría a casa de aquellos ricachones para ver de qué se trataba ese misterioso trabajo...


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